"Bendito sea nuestro Dios en todo lugar, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén." A la llamada de los tambores de África, nos reunimos en Harare, Zimbabwe, en representación de más de trescientas iglesias, en la Octava Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias. Saludamos en Jesucristo a nuestros hermanos y hermanas del mundo entero, que con nosotros comparten la vida y la comunidad de la Santísima Trinidad y con nosotros en ellas se regocijan. Hace 50 años, el Consejo Mundial de Iglesias inició su camino de fe con la Asamblea de Amsterdam y afirmó claramente "Estamos decididos a permanecer juntos". En la peregrinación que nos ha llevado a Evanston, Nueva Delhi, Uppsala, Nairobi, Vancouver y Canberra hemos podido alegrarnos en la esperanza, la misión, la visión, la libertad, la vida y la renovación que Dios nos da. |
Reunidos en asamblea gozosa, nos invitamos unos a otros y a toda la iglesia a avanzar hacia la unidad visible, que es don de Dios y nuestra vocación. Hemos descubierto que Cristo es tanto el centro de nuestra unidad como el agua viva de nuestra vida. Confesamos que a menudo nos hemos apartado de los designios de Dios y no hemos estado al servicio de su reino. Por ello estamos contritos y nos arrepentimos.
La vida de la Asamblea ha girado en torno al culto, la oración y el estudio bíblico. En el medio del lugar de culto se levantaba una gran cruz tallada con el continente africano en su centro. Una parte de la alegría de esta Asamblea es ciertamente el hecho de que estemos en África. Aquí hemos experimentado la vida, el crecimiento y la vitalidad de la fe de las congregaciones locales. Nos hemos alegrado en la belleza y la maravilla de la creación de Dios. Hemos recordado que fue en África donde se refugió la Sagrada Familia con el niño Jesús, y que hoy África, como cualquier otro continente, es un lugar en el que hay muchas personas desplazadas, sin hogar y refugiadas.
Movidos por el poder de la cruz, hemos recordado que la cruz es el terreno más santo ante el cual Dios mismo se descalza las sandalias. Hemos visto a nuestro alrededor el sufrimiento y el dolor de la humanidad. Hemos encontrado aquí los mismos graves problemas de pobreza, desempleo y falta de vivienda que existen en todas las partes del mundo. Hemos sabido de los devastadores efectos de la globalización y los ajustes estructurales, que hacen cada vez más "invisibles" a los débiles y a los que carecen de poder. Hemos escuchado a nuestros hermanos y hermanas hablar de la cruda realidad de la crisis de la deuda en el mundo en desarrollo. Instamos a una condonación de la deuda que beneficie a los pobres y los marginados en el respeto de los derechos humanos.
Hemos sentido el profundo deseo de dar la mano a los que sufren de SIDA. Hemos estado al lado de nuestros hermanos y hermanas con discapacidades que aportan dones a quienes manifiestan dificultades para relacionarse con ellos. Hemos escuchado la voz de los pueblos indígenas presentes entre nosotros, que reivindican el legítimo lugar que les corresponde. Hemos oído hablar de mujeres, niños, refugiados y desplazados cuyas vidas han sido destrozadas por la violencia. Nos sentimos llamados a expresar nuestra solidaridad con ellos, y a comprometernos a vencer la violencia y a promover la plena dignidad humana para todos. Al ir hacia los marginados, Dios causa conmoción, haciendo de la periferia el centro. Como iglesias, estamos llamados a hacer verdaderamente visibles a estos hijos e hijas de Dios.
Con el símbolo del agua vivificante, celebramos el final del Decenio Ecuménico de Solidaridad de las Iglesias con las Mujeres, y oímos hablar de la realidad, con demasiada frecuencia dolorosa, a la que se refieren las cartas vivas, y escuchamos el llamamiento a que la solidaridad se acompañe de responsabilidad. El agua es indispensable para la vida cuando corre en terreno reseco. Jesús ofreció a la mujer junto al pozo el agua viva, la curación y la nueva vida que ella tanto necesitaba. El llamamiento de Dios se hizo presente una y otra vez en la utilización del agua. Se nos invitó a beber el agua de la salvación y a afirmar nuestra unidad con todos los que forman parte del cuerpo de Cristo. Hemos sido llamados a ayudar y confortar a quienes están solos, a los afligidos, a los huérfanos y a los indigentes, y a seguir sedientos hasta que se curen las heridas del mundo.
Nos hemos empeñado en promover una mayor participación a todos los niveles del Movimiento Ecuménico, y en buscar la forma de que nuestras decisiones reflejen las necesidades y las expectativas de quienes proceden de tantas tradiciones y culturas diferentes. Celebramos la capacidad de liderazgo mostrada por los jóvenes, que ha sido tan evidente en la vida de esta Asamblea. Instamos a las iglesias a que faciliten la participación de los jóvenes en todos los aspectos de la vida y los ministerios de la iglesia.
Reunidos por el amor de Dios, hemos procurado también entender mejor lo que es estar juntos. Hemos examinado nuestra manera de entender el Consejo Mundial de Iglesias y de qué forma Dios nos ha llamado a mirar juntos hacia adelante. Nos hemos alegrado por la koinonía (comunión) cada vez mayor entre los cristianos en muchas partes del mundo, y afirmamos nuevamente que Dios nos ha llamado a seguir creciendo juntos en esa comunión, para que pueda ser verdaderamente visible. Nos alegramos de los signos de este crecimiento como la esperanza de una fecha común de la Pascua.
También hemos sentido dolor a causa de las divisiones que persisten entre nosotros y que se hacen evidentes en nuestra incapacidad de compartir la misma eucaristía. Pero constantemente hemos tenido presente que lo que nos une es más fuerte que lo que nos separa. La memoria cristiana no está centrada en nuestro recuerdo de divisiones, sino más bien en los acontecimientos redentores del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Por esta razón, recordar juntos como cristianos es una parte esencial de nuestra búsqueda de Dios, a fin de que podamos alegrarnos en la esperanza. Cuando nos volvemos a Dios y vemos en el prójimo su rostro, sabemos y vemos quiénes somos. Ése es el centro de una espiritualidad verdaderamente ecuménica.
Hemos procurado dejar un espacio abierto a los demás y dar cabida a aquellos que no consiguen vincularse en un mundo dividido. Crisol de inquietudes y compromisos, la Asamblea fue una oportunidad de apreciar cómo el Espíritu conduce a la comunidad de fe mucho más allá de cualquier horizonte individual. Una y otra vez experimentamos la riqueza de Dios y de las muchas maneras en que podemos responder a un mundo que engloba a personas de muchas religiones. Proclamamos que la libertad religiosa es un derecho fundamental del ser humano.
El Consejo Mundial de Iglesias inició su peregrinación de fe con la determinación de que permaneciéramos juntos. Esa misma determinación se manifestó en Harare, a pesar de que éramos conscientes de todas las dificultades con que nos enfrentábamos. Como iglesias comprometidas desde hace mucho a permanecer juntas, asumimos ahora el compromiso de estar juntas, en un continuo avanzar hacia la unidad visible, no sólo en asambleas y reuniones ecuménicas, sino en todos los lugares. El trabajo ecuménico a todos los niveles debe estar al servicio de ese "estar juntos". La misión a la que Dios llama a la Iglesia al servicio del reino de Dios, no puede separarse del llamamiento a ser uno. En Harare vimos una vez más la inmensidad de la misión en la que Dios nos invita a participar. Reconciliados con Dios por el sacrificio de Cristo en la cruz estamos invitados, en esta misión, a obrar por la reconciliación y la paz con justicia entre aquellos que están desgarrados por la violencia y la guerra.
Desde esta Octava Asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, compartimos con ustedes, hermanos y hermanas, un mensaje de esperanza. El Dios que nos ha reunido nos llevará al cumplimiento de todas las cosas en Cristo. El jubileo que ha empezado entre nosotros es enviado a ustedes para celebrar la liberación de toda la creación. Al buscar nuevamente a Dios, hemos podido alegrarnos en la esperanza. Los invitamos a compartir con nosotros la visión a la que juntos hemos podido llegar, y oramos para que llegue a ser parte de nuestra vida y nuestro testimonio.
Anhelamos la unidad visible del cuerpo de Cristo,
que afirma los dones de todos,
jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, laicos y ordenados.Tenemos esperanza en la curación de la comunidad humana,
la plenitud de toda la creación de Dios.Creemos en el poder liberador del perdón,
que transforma la hostilidad en amistad
y rompe la espiral de la violencia.Estamos estimulados por la visión de una iglesia,
que llega a todos y cada uno,
que comparte, está al servicio de todos, proclama la buena nueva de la redención de Dios,
y es al mismo tiempo signo del reino y sierva del mundo.Estamos interpelados por la visión de una iglesia,
pueblo de Dios que avanza por el camino,
que enfrenta todas las divisiones de raza, género, edad y cultura,
que lucha por la consecución de la justicia y la paz,
y por la integridad de la creación.
Caminamos juntos como pueblo que tiene fe en la resurrección.
En medio de la exclusión y la desesperanza,
creemos, con alegría y esperanza, en la promesa de la plenitud de vida.Caminamos juntos como pueblo en oración.
En medio de la desorientación y la pérdida de identidad,
discernimos signos del cumplimiento del designio de Dios
y esperamos la venida de su Reino.
1. Introducción y Apreciación Personal
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